¿Qué es el Canon Digital?

Es un gravamen que se cobra en algunos países cada vez que uno compra un dispositivo digital capaz de grabar, almacenar o reproducir cualquier cosa, por ejemplo scanners, DVDs grabables, pendrives, reproductores digitales de música, celulares, impresoras, etc. La recaudación de ese gravamen es destinada a las gestoras colectivas de derecho de autor, quienes la administran según sus procedimientos habituales.

¿De cuánta plata estamos hablando?

Eso varía de país en país. En España, los importes varían según el dispositivo, y van desde aproximadamente el 40% para fotocopiadoras y grabadoras de CD o DVD hasta el 60% en el caso de los CDs y DVDs vírgenes (que son los más baratos, pero también los que se compran en mayor volumen). Se estima que, en el 2008, la SGAE (Sociedad General de Autores y Editores) recaudó alrededor de €300.000.000 en concepto de canon digital.

¿Quién lo paga?

Toda aquella persona que compre alguno de los dispositivos gravados, es decir, todo aquel que use dispositivos digitales como computadoras, celulares, reproductores de música, impresoras, cámaras digitales, etc.

¡Entonces lo pagan sólo los ricos!

Es cierto que en nuestro país sólo la gente con un pasar relativamente bueno puede acceder a una computadora. Pero si hacemos que estos dispositivos sean aún más caros de adquirir y operar, este problema se va a hacer cada vez más grave, en vez de ir disminuyendo. Por lo demás, son muchos los usuarios de computadoras que no califican de “ricos”, incluyendo a usuarios de telefonía celular, reproductores de música, estudiantes, escuelas, universidades, hospitales, dispensarios, bibliotecas, reparticiones públicas, organizaciones civiles y muchas más.

Pero si la plata va a parar a los artistas…

La plata va a parar a algunos artistas, previo paso por organismos intermedios como SADAIC, AADI, Argentores y otros (organismos muy cuestionados por los mismos artistas), que luego deciden según su propio criterio quién recibe cuánto, previa deducción de la parte que les toca en concepto de administración. Eso sin contar que el dinero que va a CAPIF (Cámara de Productores de Fonogramas y Videogramas) va todo, enterito, a las empresas de la industria.

Además, hay que tener en cuenta que los artistas también son usuarios de dispositivos digitales, y por lo tanto también están entre los que pagan el canon, no sólo entre los que lo cobran. Según los propios socios de la SGAE, en España sólo los 200 artistas más populares ganan por el canon más de lo que pagan por el mismo concepto.

¿Cuál es la justificación del canon?

La idea de imponer el canon parte de la observación de que el público a menudo hace copias privadas de las obras que adquiere: por ejemplo, copian sus CDs a la computadora para no andar con la colección de CDs a cuesta, hacen duplicados de los CDs para llevarlos en el auto sin temor a que se rayen o sean robados, suben música a su celular para eschucharla en la calle, etc.

Quienes proponen el canon argumentan que estas copias privadas representan un lucro cesante para los autores, que no cobran por ellas, y por ello es necesario un gravamen para “compensar esa pérdida”.

¡Naaaaah! ¡No pueden argumentar eso!

Te juro que sí. Es gente a la que le parece perfectamente razonable exigir que una persona compre una copia de cada obra para cada aparato que usa, gente que imagina que perdió una venta cuando comprás un libro y hacés una fotocopia para no rayar ni recortar el original. La copia privada no sólo es viejísima y predata con mucho a los medios digitales, sino que además es parte, precisamente, de la esfera privada de las personas, que está fuera del alcance de la ley. Es tan absurdo como pretender cobrar derechos de autor por cantar “Rasguña las Piedras” bajo la ducha.

Por cierto, eso es lo que argumentan, que es algo muy distinto de lo que realmente están pensando, pero no se atreven a decir por razones tácticas.

¿Cuál es la verdadera motivación, entonces?

Lo que realmente motiva a los impulsores del canon es la copia pública no autorizada: aquellas instancias en las que una persona publica copias de una obra sin permiso del titular de derechos de autor (que por lo general no es el autor). Con la aparición de Internet, las editoriales y discográficas se encuentran con la perspectiva de que cualquier persona puede, con una modesta inversión monetaria, publicar gratuitamente obras que ellas sólo pueden distribuir a un costo muy alto, y temen que esto puede costarles ventas, que sí constituirían un lucro cesante para la editorial, no para el autor.

¿Por qué no dicen claramente qué es lo que les molesta?

Lo que pasa es que si admitieran que quieren el canon para compensar supuestas pérdidas por la copia no autorizada, deberían resignarse a admitir que las obras se compartan libremente entre las personas, porque al fin y al cabo éstas ya habrían pagado, a través del canon, el derecho a distribuirlas. Esta perspectiva no es aceptable para los editores, que están acostumbrados a detentar el monopolio de la distribución sobre las obras que publican. Ese monopolio les da poder para fijar la agenda cultural, y no quieren perderlo.

El hecho de que no están hablando acerca de lo que de verdad les preocupa se vuelve evidente toda vez que, por más que las leyes o los proyectos de ley de Canon Digital hagan siempre se refieren exclusivamente a la copia privada, sus defensores rara vez llegan a la tercera o cuarta frase hablando del tema antes de mencionar el fantasma de “la piratería” (el que, como es evidente, no tiene nada que ver con la copia privada).

Bueno, entonces son medio hipócritas, pero algo de razón tienen, ¿no?

En realidad, cuentan con que los legisladores y el público en general piense que sí, y tienen a un aliado poderoso de su lado: el sentido común, que dice que si las obras que ellos publican se distribuyen gratuitamente, entonces seguro que están perdiendo plata. El problema con el sentido común es que, en realidad, sólo se trata de la suma de todos nuestros prejuicios, escondiéndose detrás de un sobrenombre agradable. El sentido común es muy útil cuando nos movemos en territorio familiar, en el que conocemos bien las fuerzas que están operando. Pero el mundo digital y el mundo de de los libros y los discos son tan disímiles, que las conclusiones del sentido común resultan completamente inadecuadas.

¿Pero cómo vive un autor si su obra se puede conseguir gratis?

Ese es el “sentido común” preguntando algo que parece perfectamente razonable, pero que está basado en una percepción que no coincide con la realidad: la idea de que los autores viven de la venta de sus obras, cuando en realidad son muy pocos los que efectivamente lo hacen.

Salvo unos poquísimos autores muy célebres, la mayoría de las personas que escriben libros pagan por la publicación, en vez de cobrar. En el caso de novelistas, aún novelistas reconocidos suelen recibir de la editorial, como pago por sus derechos de autor, un 10% de los libros impresos, y arreglátelas para convertirlos en algo que puedas comer (no los lleves a las librerías, porque ahí estarías compitiendo “deslealmente” con la editorial).

La inmensa mayoría de los músicos vive esencialmente de sus actuaciones en vivo y de la enseñanza. Aún aquellos que consiguen grabar con un sello suelen recibir, en concepto de derechos, alrededor del 3% del precio mayorista de la discográfica (y cuidado, que a veces ese dinero viene atado a un compromiso de participar a la discográfica de los ingresos por recitales).

Salvo pocas excepciones, los artistas que publican con una discográfica o editorial no reciben de éstas mucho más que volverse conocidos, que no es poco, pero para lo que hoy existen ya otros caminos.

¿Acaso está mal que alguien quiera vender discos, libros o películas?

No, no esta para nada mal.

Pero pese a lo que nuestros prejuicios, escondidos detrás del “sentido común” puedan sugerirnos, no faltan ejemplos que muestran que el hecho de que una obra esté disponible en forma gratuita no conspira contra su venta, sino que incluso suele potenciarla.

En música, está el caso de los grupos Radiohead y Nine Inch Nails, que publicaron sus canciones en Internet “a la gorra” al mismo tiempo que ganaban discos de platino por las ventas del mismo CD. También existen sellos como Jamendo o Magnatune, que permiten que la gente baje gratuitamente la música de sus autores como forma de promoción para que la gente los conozca antes de comprar.

En vídeo, el grupo de humoristas ingleses Monty Python, viendo que sus fans subían clips de sus series y películas a YouTube, decidieron crear ellos mismos un canal en el que publicaron todo su material en alta definición. Como consecuencia, las ventas de sus DVD crecieron inmediatamente en un 23.000%.

En libros, no sólo están las experiencias de autores individuales como Lawrence Lessig, Cory Doctorow o Adrián Paenza que venden libros que están disponibles gratis en Internet. La editorial Baen Books experimenta hace años con la Baen Free Library, en la que publica libros completos en diversos formatos electrónicos, a menudo al mismo tiempo que salen los libros en papel, y cada vez son más los autores de Baen que adoptan esta modalidad, viendo que los libros que se publican de esta manera se venden inicialmente mejor que los otros, y sus ventas son más sostenidas.

Bueno, pero esos son autores que eligen publicar así. ¿Los que no quieren permitir la copia de sus obras sin permiso no tienen derecho a impedirla?

Desde un punto de vista jurídico, sí, tienen ese derecho, porque la ley 11.723 se los otorga. Pero desde un punto de vista más amplio, cabe preguntarse si está bien que esta ley les otorgue ese derecho.

Esta postura parece mucho menos radical cuando nos damos cuenta de que “otorgar a los autores el derecho a impedir la copia” es una manera pituca de decir “negar el derecho a hacer copias a todo el mundo menos a cada autor”. Esta restricción al derecho de hacer copias es una idea bastante reciente: durante la mayor parte de la historia de al humanidad, cualquier persona que quisiera copiar una obra cualquiera podía hacerlo libremente. De hecho, por siglos hubo monasterios benedictinos enteros dedicados por entero a la copia de libros.

El derecho de autor tal como está previsto en la ley 11.723 fue pensado en un contexto en el que la confección de copias de obras era concebida como una actividad industrial intensiva en capital. Es una ley de regulación industrial destinada a ordenar la competencia entre editoriales, fomentando así la publicación de libros y, de esa manera, la difusión de la cultura.

Como regulación industrial, es posible que una ley que impida que dos editoriales compitan con libros idénticos siga teniendo sentido. Pero en un contexto en el que el precio de los dispositivos necesarios para confeccionar copias en baja escala están al alcance de muchos individuos, y la Humanidad está embarcada en la construcción y operación de una máquina de copiar de dimensiones planetarias (que no es otra cosa la Internet) no es razonable prohibir o dificultar su uso, y mucho menos teniendo en cuenta que millones de personas confeccionando copias a bajo costo y sin ánimo de lucro son un vehículo de difusión de cultura mucho más eficaz y eficiente que lo que las editoriales jamás podrán alcanzar.

¡No me vas a decir que un montón de voluntarios pueden lograr un mejor resultado que una industria millonaria como la editorial!

Lo siento por el sentido común, pero sí te lo voy a decir.

Si no me creés, mirá lo que pasa con Wikipedia, o con el Software Libre, o lo que fue capaz de hacer un único voluntario, un docente de la Universidad Nacional de Lanús, que construyó tres bibliotecas virtuales de filosofía, dedicadas respectivamente a Nietsche, Heidegger y Derrida, en el que se podían conseguir gratuitamente textos en Castellano de cada uno de estos autores, correlacionados, documentados y comentados, y que eran visitadas regularmente por estudiantes de filosofía de habla hispana de todo el mundo. Mientras tanto, estos textos rara vez están disponibles en bibliotecas, y las pocas veces que se los consigue en librerías (la mayoría de las ediciones están agotadas y fuera de imprenta) salen carísimos. Lamentablemente, el hacer un mejor trabajo que las editoriales le costó a este docente un juicio penal, promovido por la Cámara Argentina del Libro.

Si no hacemos un canon digital, ¿entonces qué hacemos?

Lo mejor que podemos hacer, en este caso, es nada. Es evidente que las supuestas pérdidas por copia privada son un invento de la febril imaginación de la industria de medios. También sus quejas acerca de cómo la copia no autorizada los está matando se revelan como absurdas cuando los propios resultados de la industria muestran que han crecido a un ritmo del 20% anual durante los últimos seis años.

De todos modos, la industria no es quien debe preocuparnos: una industria sólo es valiosa en tanto y en cuanto cumpla una función social útil. Hoy, la sociedad puede cumplir por sí sola la mayoría de las tareas que daban razón de ser a las editoriales y discográficas, y de modo que si acaso no sobrevivieran, nadie los va a echar de menos.

Sí debemos prestar atención a los autores, pero la observación de la realidad nos muestra que éstos, evidentemente, están viviendo uno de sus mejores períodos en la historia. El advenimiento de Internet y las tecnologías digitales no ha resultado en una sequía de autores, como sería el caso si la estuvieran pasando tan mal, sino en todo lo contrario: cada vez más personas dejan de ser consumidores pasivos de cultura para ser participantes activos en su construcción.

Cuando algo está funcionando bien, lo mejor es no tocarlo. En vez de tomar medidas que suban el precio de la adquisición y operación de computadoras y medios digitales, deberíamos apuntar a hacerlos lo más asequibles que se pueda, de modo que cada vez más personas tengan la posibilidad de hacer su aporte cultural y, en la medida que el público libremente decida apoyarlo, vivir de él.

¿En serio no hay nada útil que podamos hacer para fomentar la difusión y producción de cultura?

En realidad, sí hay algo, pero va en el sentido contrario de sancionar un canon: lo que debemos hacer es reformar la ley 11.723, reduciendo sus alcances de modo que vuelva a servir a su objetivo original de facilitar la difusión y producción cultural. Por ejemplo, dejar perfectamente claro que sólo se trata de una regulación industrial que no se aplica a los individuos que copian obras sin fines de lucro, reducir su duración de modo que sea adecuada a la velocidad de los ciclos económicos actuales (probablemente duraciones distintas para distintos tipos de obras), hacer caducar su vigencia para obras que están fuera de imprenta, etc.

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